sábado, 1 de noviembre de 2008

Tortura



“Tortura”

Rojo. Rojo carmesí. Rojo carmesí remojando mis manos. Rojo carmesí remojando mis manos que temblaban mientras el olor a ácido se esparcía por el lugar y el aroma de la carne quemada me enfermaba. Me encontraba arrodillado, en estado catatónico con un cuchillo en mi mano derecha y en el centro de un mar de carne destazada. El aceite que hervía me crispaba los nervios mientras el cadáver se retorcía.

Una parte de mí quería gritar. La otra se regocijaba en la euforia. El cuchillo seguía goteando. No sabía qué hacer. Los olores me mataban, me excitaban, me ponían lágrimas en los ojos y me hacían reír. Me encantaba mi trabajo, pero en todos mis años en la organización, jamás había tenido una experiencia tan desastrosa. Mi cliente esperaba respuesta de su encargo y yo sólo podía mantenerme en silencio mientras contemplaba el resultado de mis acciones.

No sé cuánto tiempo me quedé paralizado, pero los gritos de la mujer que entró por la puerta, me sacaron de mi trance. Se le había cortado la respiración al observar la escena. Supongo que lo que más le impactó fueron los residuos de cristal regados en el piso. Pero pudo recuperarse de la imagen enseguida. No esperaba menos de la 99, desde su primer día de entrenamiento era fría cuan enfermera del seguro social.

-“Setenta y cinco, esto no le gustará al jefe” me dijo mi compañera.
Ignoré la mención del 21 y me concentré en el comprador. -“¿Aún está afuera?” -pregunté.

-“Sí, te está esperando”.

-“Dile que me dé cinco minutos”.

-“Bien, pero recuerda lo que me dijiste hace mucho: si haces esperar mucho al cliente, se pierde la venta” -. La 99 se retiró y decidí tomar la iniciativa de limpiarme y hacerme presentable para el interesado. El agua ayudó a lavar las manchas de mi rostro, pero no me fue posible deshacerme de la esencia de ácido y carne quemada. Me quité la ropa y me puse un juego limpio del uniforme de la compañía.

Admirando el desastre provocado y resignándome a recibir el posible reproche del 21, puse mi frente en alto y atravesé las puertas. En efecto, mi cliente seguía esperando a que se consumara su orden. Se veía la desesperación en su rostro. Solía contratar a nuestra compañía con frecuencia, por lo que temí que la tardanza lo haría recurrir a la competencia. Rápido pensé en una manera de compensar mi falta de profesionalidad y dije:

“Lo lamento, su orden tardará unos minutos más, ¿le puedo ofrecer unas papas cortesía de la casa?”.

Llegué a la conclusión de que no sería ascendido ese día.

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